La democracia puede haber comenzado como un gran ideal para dar poder a la gente, pero después de 150 años de práctica, los resultados están ahí para verse, y no son muy positivos. Ahora parece claro que la democracia es una fuerza más tiránica que liberadora. Las democracias occidentales han seguido el camino de los países socialistas anquilosándose, corrompiéndose y volviéndose cada vez más opresivas y burocráticas. Esto ha ocurrido no porque se haya traicionado el ideal democrático, sino al contrario, debido a la naturaleza inherentemente colectivista de este ideal, que la transforma en una vulgar dictadura populista de las mayorías.
Si quieres saber cómo funciona realmente la democracia, considera este ejemplo. George Papandreou, el político socialista griego, ganó las elecciones de su país en 2009 con este simple eslogan: «¡ Hay dinero!». Sus oponentes conservadores habían reducido los salarios del funcionariado y otros gastos públicos.

Papandreou dijo que esto no era necesario. «Lefta yparchoun», era su grito de campaña –hay dinero–. Ganó las elecciones con facilidad. En realidad no había dinero, claro; o mejor dicho, el dinero tenía que ser suministrado por los contribuyentes de otros países de la Unión Europea. Sin embargo, la mayoría siempre tiene la razón en una democracia, y cuando descubre que puede votar quedarse con las riquezas de otros, inevitablemente lo hace. Esperar lo contrario es ingenuo.

Lo que también nos muestra el ejemplo griego es que la gente en una democracia acude naturalmente al Estado para que la cuide. El poder de la democracia implica el poder del Estado. Como resultado, la gente no deja de demandar cosas al Estado. Se hará más y más dependiente del gobierno para resolver sus problemas y dirigir su vida. Sin importar cuál sea el problema al que se enfrente, esperará que el gobierno se encargue de su solución. La obesidad, el abuso de las drogas, el desempleo, la escasez de profesores y enfermeras, la caída en las visitas a los museos, el Estado deberá estar ahí para hacer algo al respecto. Pase lo que pase –un incendio en un teatro, un accidente de avión o una pelea de cantina–se esperará que el gobierno persiga a los culpables y se asegure de que no vuelva a suceder. Si no se tiene trabajo, se esperará que el gobierno «cree empleo» Si los precios de la gasolina suben, se esperará que el gobierno haga algo al respecto.
En YouTube hay un vídeo que muestra una entrevista con una mujer que casi llora de emoción tras escuchar un discurso del presidente Obama . Ella exclama: «¡ Ya no tendré que pagar la gasolina de mi coche o mi hipoteca!». y otra en una concentración aseguraba que le darían un teléfono «Obamaphone» entre otros subsidios.
En España siguiendo la tendencia global de pedir al gobierno que provea, se plantean cosas como la renta básica universal, algo que definitivamente dinamitaría toda la actividad económica y acabaría empobreciendo a toda la sociedad.
«Ese es el tipo de mentalidad que engendra la democracia»
Y los políticos están dispuestos a dar a la gente lo que demanda. Son como el hombre proverbial que solo tiene un martillo y lo ve todo como un clavo que golpear.

Se ven a sí mismos como la solución a cada uno de los problemas de la sociedad. Después de todo, esa es la razón por la que son elegidos. Prometen «crear empleos», reducir las tasas de interés, aumentar el poder adquisitivo, hacer la vivienda asequible, incluso para los más pobres, mejorar la educación, construir zonas de juegos y campos deportivos para nuestros hijos, garantizar que todos los productos y lugares de trabajo sean seguros, proveer una atención sanitaria asequible y de buena calidad para todos, eliminar los atascos de las carreteras, el crimen de las calles, el vandalismo de los vecindarios, defender los intereses «nacionales» en el resto del mundo, aplicar el «derecho internacional» por todo el mundo, promover la emancipación y luchar contra la discriminación, garantizar la limpieza y calidad del agua y los alimentos, «salvar el clima», hacer del país el más limpio, el más verde y el más innovador del mundo y eliminar el hambre de la tierra.

Cumplirán todos nuestros sueños y demandas, nos protegerán desde la cuna hasta la tumba, se asegurarán de que estemos felices y contentos desde temprano en la mañana hasta tarde en la noche y, por supuesto, recortarán el presupuesto y reducirán los impuestos. Tales son los sueños de los que está hecha la democracia.
Los pecados de la democracia
Obviamente, esto nunca puede funcionar en la realidad. El gobierno no puede lograr todo esto. Al final, los políticos harán lo único que pueden hacer, que es:
• Lanzar dinero a los problemas.
• Escribir nuevas leyes y reglamentos.
• Crear comités que supervisen la implementación de tales normas.

Realmente, no hay nada más que puedan hacer como políticos. Ni siquiera pueden pagar por las cuentas derivadas de sus actividades, las cuales se dejan al pie de los contribuyentes.
Las consecuencias están a nuestro alrededor
Burocracia

La democracia en todos lados ha dado a luz enormes burocracias, que dominan nuestras vidas con cada vez más poder arbitrario. Puesto que ellas constituyen el gobierno, son capaces de escudarse contra las duras realidades económicas con las que el resto de nosotros tenemos que lidiar continuamente. Sus departamentos no pueden quebrar, ellos mismos difícilmente pueden ser despedidos, y rara vez entrarán en conflicto con la ley, pues ellos son la ley. Al mismo tiempo, ponen una gran carga sobre el resto de nosotros con sus reglas y regulaciones. En todas partes se daña y desmotiva las nuevas empresas con multitud de leyes y costes burocráticos. Las empresas existentes también sufren bajo el peso de la burocracia. En Estados Unidos los costes de la regulación, de acuerdo con la Small Business Administration (la administración de pequeñas empresas) –comprueben que se trata es una agencia gubernamental– son de 1,75 mil millones de dólares por año. En el caso de España la burocracia supone que se tarde más de nueve meses para la apertura de una empresa y los costes puede llegar a 6.000 euros.

Los más pobres y de menor educación son los que más sufren en este sistema: no pueden encontrar trabajo, porque las leyes de salario mínimo y otras normas que aumentan los costes de trabajo los colocan fuera del mercado laboral. También se les hace muy difícil crear su propio negocio ya que desconocen la jungla burocrática.
Corrupción

La corrupción es el mal uso o el abuso del poder público para beneficio personal y privado, entendiendo que este fenómeno no se limita a los funcionarios públicos. También se define como el «conjunto de actitudes y actividades mediante las cuales una persona transgrede compromisos adquiridos consigo mismo, utilizando los privilegios otorgados, esos acuerdos tomados, con el objetivo de obtener un beneficio ajeno al bien común». Por lo general se apunta a los gobernantes o los funcionarios elegidos o nombrados, que se dedican a aprovechar los recursos del Estado para de una u otra forma enriquecerse o beneficiar a parientes o amigos.
En todas las democracias existe corrupción y precisamente en aquellos países donde el Estado es más regulatorio e intervencionista la corrupción se apodera de la sociedad volviéndose algo normal y cotidiano, así que con un mayor Estado el problema de la corrupción se incrementa exponencialmente engrandando lo que podríamos llamar una sociedad mafiosa.
Parasitismo

Además de los burócratas y los políticos, hay otro grupo de personas al que le va muy bien en el sistema democrático: aquel que dirige las empresas e instituciones que deben su existencia a la generosidad del gobierno o a privilegios especiales. Pensemos en los gerentes de las compañías del complejo industrial-militar y en los bancos e instituciones financieras que son mantenidas por el BCE. Tampoco olvidemos a la gente de los «sectores subvencionados» –instituciones culturales, televisiones públicas, agencias de ayuda, grupos medioambientales, etc.–, por no hablar de todo el circo de «instituciones internacionales ». Muchas de estas personas tienen trabajos lucrativos que deben a sus íntimas conexiones con el gobierno y sus agencias. Esta es una forma de parasitismo institucionalizado instigada por nuestro sistema democrático.
Megalomanía

Frustrado por su incapacidad para cambiar realmente a la sociedad, el gobierno lanza regularmente megaproyectos para ayudar al fallido sector industrial a recuperarse o para servir a algún otro noble propósito. Invariablemente, tales acciones incrementan los problemas y siempre cuestan mucho más de lo previsto. Pensemos en las reformas educativas, las reformas de la salud, los proyectos de infraestructura y los despilfarros energéticos, como el programa de etanol en Estados Unidos o los proyectos de energía eólica en España. Las guerras también pueden ser vistas como «proyectos públicos», llevados a cabo por el gobierno para desviar la atención de los problemas domésticos, impulsar el apoyo público al gobierno, crear puestos de trabajo para las clases bajas y generar grandes beneficios para las empresas favoritas que a cambio patrocinan las campañas electorales de los políticos y les dan trabajo cuando dejan la vida pública. (No hace falta decir que los políticos nunca se baten personalmente en las guerras que comienzan).
Asistencialismo y populismo

Los políticos que son designados para combatir la pobreza y la desigualdad naturalmente perciben como su deber sagrado introducir continuamente nuevos programas de asistencia social (y nuevos impuestos que paguen por ellos). Esto no solo sirve a sus propios intereses sino también a los de los burócratas encargados de ejecutarlos. La asistencia social constituye una parte sustancial del gasto público en la mayoría de los países democráticos. En Gran Bretaña, el Estado gasta un tercio de su presupuesto en asistencia social. En Italia y Francia, este porcentaje se acerca al 40 %. Muchas organizaciones sociales (por ejemplo, sindicatos, fondos de pensiones públicas o agencias públicas de empleo) tienen un interés en preservar y ampliar el estado de bienestar. Algo típico del funcionamiento del gobierno es que no ofrece alternativa y no celebra contratos con sus ciudadanos. Todo el mundo se ve obligado a pagar los altos seguros de desempleo y las primas de seguridad social, a pesar de que nadie sepa de qué prestaciones disfrutará en el futuro. El dinero que han tenido que pagar ya ha sido gastado. La próxima debacle de la seguridad social es el ejemplo más escandaloso de este tipo de derroche. Y tengamos en cuenta que las ayudas sociales no solo van a los desventajados. Una gran cantidad de «bienestar» va a los ricos, por ejemplo, a los bancos que fueron rescatados con una suma 100 mil millones de euros (de los cuales una porción fue a los suculentos bonus que sus ejecutivos se autoadjudicaron).

Comportamiento antisocial y delincuencia
El estado del bienestar democrático fomenta la irresponsabilidad y el comportamiento antisocial. En una sociedad libre, las personas que se portan mal, no cumplen lo que prometen o actúan sin pensar en los demás, pierden la ayuda de sus amigos, vecinos y familia. Sin embargo, nuestro estado del bienestar les dice: «¡ Si nadie quiere ayudarte más, lo haremos nosotros!». De esta manera, se premia a la gente por su comportamiento antisocial.

Como se acostumbra a que el gobierno le dé todo lo que necesita, desarrolla una mentalidad derrochadora, no estando dispuesta a trabajar por su dinero. Para empeorar las cosas, las rígidas leyes laborales (así como las leyes contra la discriminación) dificultan que los empleadores se deshagan de aquellos empleados que no desempeñan bien su trabajo. Similarmente, las regulaciones gubernamentales hacen casi imposible expulsar a alumnos o despedir a profesores cuando se portan mal o no cumplen con el mínimo requerido. En proyectos de vivienda pública es muy difícil desalojar a los inquilinos cuando causan problemas a sus vecinos. Los locales nocturnos no pueden negar la entrada a grupos que se portan mal a causa de las leyes contra la discriminación. Para añadir el insulto a la injuria, el gobierno a menudo crea caros programas de asistencia para grupos antisociales como los hooligans del futbol. Así, la delincuencia es recompensada y alentada.
Mediocridad y bajos estándares
Debido a que la mayoría en cualquier sociedad tiende a ser más pobre que los miembros más exitosos y competentes de la sociedad, inevitablemente se termina presionando a los políticos para que redistribuyan la riqueza; para que tomen de los ricos y se lo den a los pobres. Así, la democracia conduce al embrutecimiento de la población y a la disminución de los estándares culturales en general. Donde la mayoría manda, el promedio se convierte en la norma Cultura del descontento.

Los desacuerdos privados son continuamente transformados en conflictos sociales en una democracia. Esto es así porque el Estado interfiere en todas las relaciones sociales y personales. Todo lo que va mal en alguna parte, desde mal funcionamiento de una escuela pública hasta una revuelta local, se convierte en un problema nacional (o incluso internacional) a solucionar por los políticos. Todo el mundo se siente impulsado y motivado a forzar su visión del mundo a los demás. Los grupos que se sienten agraviados organizan manifestaciones o se ponen en huelga. Eso crea una sensación general de frustración y descontento.

Cortoplacismo
El principal impulso de los políticos en una democracia es el deseo de ser reelegidos. Por ello, normalmente su horizonte no va más allá de las próximas elecciones. Adicionalmente, los políticos elegidos democráticamente trabajan con recursos que no son suyos y que solo están temporalmente a su disposición. Gastan el dinero de otros. Esto significa que no tienen que ser cuidadosos con lo que hacen ni pensar en el futuro. Por estas razones, son las políticas cortoplacistas las que prevalecen en la democracia. Un exministro de Asuntos Sociales holandés dijo una vez: «Los líderes políticos deberían gobernar como si ya no hubiera más elecciones. De esa manera serían capaces de tomar la visión a largo plazo de las cosas». Pero eso es precisamente lo que no pueden hacer, claro. Como apuntara el autor americano Fareed Zakaria en una entrevista: «Creo que estamos ante una crisis real en el mundo occidental. Lo que se ve en toda la sociedad occidental es la incapacidad fundamental para hacer una cosa, que consiste en la imposición de algún tipo de molestia a corto plazo para obtener beneficios a largo plazo. Cada vez que el gobierno intenta proponer algún esfuerzo, hay una revuelta. Y la rebelión es casi siempre un éxito». Debido a que se anima a las personas a comportarse de manera aprovechada al tiempo que se alienta a los políticos a actuar en calidad de inquilinos y no de propietarios, al estar temporalmente en el cargo, este resultado no debería sorprender a nadie. Alguien que alquila o arrienda algo tiene muchos menos incentivos para ser cuidadoso y pensar en el largo plazo que un dueño.
Por qué las cosas no dejan de empeorar
En teoría, la gente podría votar por un sistema diferente, menos burocrático y despilfarrador. En la práctica, esto es improbable, al haber tantas personas con intereses en preservar el sistema. Y a medida que el gobierno poco a poco se hace más grande, este grupo crece con él. Como el gran economista austriaco Ludwig von Mises señaló, la burocracia, en particular, se resistirá con uñas y dientes a cualquier tipo de cambio. «El burócrata no solo es un empleado del gobierno», escribiría Mises. «Él es simultáneamente, bajo una Constitución democrática, un votante y como tal, una parte del soberano, su empleador. Se encuentra en una posición peculiar: es al mismo tiempo empleado y empleador. Y su peculiar interés como empleado se alza por encima de su interés como empleador, pues obtiene mucho más de los fondos públicos de lo que contribuye a ellos. Esta doble relación se hace más importante en la medida en que la gente en la nómina del gobierno aumenta. El burócrata como votante está más ansioso de conseguir un aumento que de mantener el equilibrio presupuestario. Su mayor preocupación es engrosar su nómina».

El economista Milton Friedman dividió el gasto monetario en cuatro tipos diferentes. El primero es el que tiene lugar cuando uno gasta su propio dinero en su propia persona. Se tiene el incentivo tanto de buscar calidad como de gastar de manera eficiente. Esta es la forma en que generalmente se gasta el dinero en el sector privado. El segundo tipo consiste en gastar el dinero propio en otra persona, por ejemplo, al invitar a alguien a cenar. Uno ciertamente se preocupa por lo que gasta, pero está menos interesado en la calidad. El tercer tipo es el que se lleva a cabo cuando uno se gasta el dinero de otro en sí mismo, como cuando se sale a comer a cuenta de la compañía. Uno se sentirá poco incentivado a ser frugal, pero hará un esfuerzo en escoger el plato correcto. El cuarto tipo consiste en gastar el dinero ajeno en otra persona. Entonces no se tiene ningún motivo para preocuparse ni por la calidad ni por el coste. Así es como el gobierno generalmente utiliza el dinero que recauda de los impuestos.

Rara vez se hace rendir cuentas a los políticos por las medidas que han puesto en práctica y que resultan perjudiciales en el largo plazo. Obtienen prestigio y elogios por las buenas intenciones y los resultados inicialmente positivos de sus programas. Las consecuencias negativas a largo plazo (por ejemplo, las deudas a pagar) serán la responsabilidad de sus sucesores. A la inversa, los políticos tienen pocos incentivos para trabajar en programas que deriven en resultados que no sean perceptibles hasta que hayan dejado el cargo, puesto que estos serán adjudicados a los líderes futuros.
Así, los gobiernos democráticos invariablemente gastan más dinero del que reciben. Resuelven este problema subiendo los impuestos, o incluso mejor –ya que los impuestos tienden a generar resentimiento en aquellos que los pagan–, pidiendo prestado o simplemente imprimiéndolo. (Nótese que tienden a pedir prestado a sus bancos favoritos, los mismos que luego son rescatados por el gobierno si se endeudan demasiado). Raramente recortan el presupuesto. Cuando hablan de «recortes», normalmente se refieren a una desaceleración en el aumento del gasto.

Imprimir dinero genera inflación, claro está, lo cual implica una constante disminución del valor de los ahorros de la gente.

Pedir dinero prestado hace que la deuda pública suba y esta deberá ser pagada con intereses por las generaciones futuras. Actualmente, la deuda pública de casi todas las democracias del mundo se ha hecho tan grande que probablemente nunca sea pagada. Lo que es peor, es que las instituciones, como los fondos de pensiones, han comprado cantidades masivas de deuda pública bajo la presunción de que sería una buena inversión a largo plazo. Esta es una broma cruel. La mayoría de la gente nunca recibirá la pensión con la que ha contado, porque el dinero que puso en los fondos de pensiones ya ha sido desperdiciado.
Sin embargo, a pesar de todos estos problemas que la democracia nos trae, seguimos teniendo esperanza y creyendo que tras las próximas elecciones, todo cambiará. Esto nos deja atrapados en un círculo vicioso: el sistema no entrega lo que promete, las personas se sienten frustradas y demandan mejoras, los políticos inflan sus promesas todavía más, las expectativas se vuelven a elevar, las inevitables decepciones se hacen todavía más grandes, y así una y otra vez. Los ciudadanos en una democracia son como alcohólicos que necesitan beber más y más para emborracharse, lo que cada vez resulta en una resaca peor. En lugar de concluir que deberían de mantenerse lejos del alcohol, quieren más. Han olvidado por completo cómo cuidar de sí mismos y ya no están a cargo de sus propias vidas.

Por qué necesitamos menos democracia
La pregunta es por cuánto tiempo puede continuar esta situación, dado el descontento en la sociedad y la inestabilidad del sistema político y económico. Mucha gente se da cuenta de que hay algo que no va bien en el sistema. Los políticos y los líderes de opinión lamentan la fragmentación del panorama político, la volubilidad del electorado, la superficialidad y sensacionalismo de los medios.

Los ciudadanos se quejan de que los políticos no les escuchan, de que no obtienen lo que se les promete y de que el congreso es una farsa, una burla del buen gobierno. Sin embargo, culpan de los problemas a políticos específicos o a cuestiones tangenciales, como la inmigración o la globalización, en lugar de ver las deficiencias inherentes al propio sistema democrático.


En este momento nadie sabe realmente a dónde ir desde aquí. Todos nos hemos quedado atascados en la visión de túnel llamada democracia. La única «solución» que la gente logra concebir es «más democracia», es decir, más intervención gubernamental. ¿Están los jóvenes bebiendo demasiado? ¡Subamos la edad mínima legal! ¿Están los enfermos crónicos descuidados en los hogares de ancianos? ¡Mandemos más inspectores estatales! ¿Existe una falta de innovación? ¡Creemos una Agencia de Innovación! ¿Aprenden los niños demasiado poco en la escuela? ¡Ordenemos más exámenes! ¿Está aumentando el crimen? ¡Establezcamos un nuevo departamento gubernamental! Regulemos, prohibamos, obliguemos, disuadamos, verifiquemos, inspeccionemos, consintamos, reformemos y, sobre todo, arrojemos dinero al problema.

¿Y qué pasa si nada funciona? Eventualmente se oirá el llamamiento al Gran Líder, al hombre fuerte que pondrá fin a todo el cacareo y traerá la ley y el orden. Hay una cierta lógica en esto. Si todo necesita ser regulado por el Estado, entonces, ¿por qué no dejar que un dictador benevolente lo haga? Adiós a las tramas interminables, la falta de decisión, las riñas, la ineficiencia. Pero esta sería una ganga envenenada. Tendríamos ley y orden, o quizás caos. Pero el precio sería el fin de la libertad, el dinamismo y el crecimiento.
Afortunadamente, existe otro camino, aunque mucha gente lo encuentre difícil de imaginar.
El camino es menos Estado y más libertad individual
Contenido del artículo extraído del libro: «Mas allá de la democracia».
- Frank Karsten (Autor)
- Karel Beckman (Autor)
- Jean Sroka (Redactor especializado)
- Celia Cobo-Losey Rodríguez (Traductor)